Se ha instaurado la sonrisa en las caras heliopolitanas. Las malditas sonrisas de los que ganan. Una expresión en el rostro, ya de por si habitual en el bético por su naturaleza alegre y buenagente, que denota que su equipo está haciendo las cosas bien.
Soy de la generación que creció adorando a Cuéllar y Sabas o de los que vibró con las faltas del Toro Aquino. De los que adoraban las mejores bandas de la Liga Española, «robándole» fichajes a Madrid o Barcelona. Soy de los que decían «qué bonitos son los goles de Alfonsito» en el 97 y de los que, ya entrada la juventud, lloraron como un niño con el gol de Dani. Pues jamás, y digo jamás, vi una sonrisa tan grande en el Barrio de Heliópolis como la que muestran todos los béticos al salir del Templo de las 13 barras actualmente.
Hay una comunión Equipo, Grada, Directiva casi sin precedentes me atrevo a decir. Una calma impropia de un club como el Betis, abonado a las tempestades y a los terremotos desde que tengo uso de razón. Hay una seguridad en la victoria, incluso en la remontada, inaudita hasta hoy al final de La Palmera. Un vestuario que anhelaría tener cualquier otro equipo, por la unión y el compromiso con el compañero que tienen todos los que lo componen.
Hoy, la sonrisa del bético, denota que no firmarían ningún resultado contra ningún equipo. El cuerpo técnico, la piedra angular de todo lo escrito hasta ahora, ha conseguido que cada uno de ellos se crea el mejor en su puesto, con lo que ello conlleva, de esfuerzo, sacrificio y dedicación. Esa sonrisa, esa maldita sonrisa del heliopolitano, que nos está llevando a crecer y a creer en que todo, si te lo propones, es absolutamente posible. Una sonrisa, todo hay que decirlo, que estábamos acostumbrados a ver en nuestro vecino Juan o en nuestro primo Rafael, y que nos daba «coraje» aunque no nos llegase a enfadar.
Y ahora, con calma, con paciencia, con hacer las cosas como hay hacerlas, con fe, con ilusión, creyendo en lo que somos y en lo que podemos llegar a ser, hemos trasladado la sonrisa a nuestros rostros. Hemos cambiado las caras agachadas al salir de nuestro estadio, por gritos y vítores ensordecedores que hacen retumbar media (o algo más) ciudad.
Ahora, en la derrota, que son pocas, sí entonamos como debemos el manquepierda, porque sabemos que el que nos ha ganado, ha tenido que dejarse sangre, sudor o incluso algo más para conseguirlo.
Y, aun así, no nos borran la sonrisa. La maldita sonrisa del que gana.