Un día de Betis sin previa ni es día de Betis ni es ná. Eso lo sabe hasta el que asó la manteca “colorá”. Lo que aquí les voy a contar sucedió allá por septiembre de 1990. Nuestra camarilla del Betis la conformábamos mi colega Vicente, su primo Rafa, mi hermano Jorge y servidor, fieles cada quince días al equipo de nuestros amores. Pero esta historia va de una bandera, una de las banderas más hermosas que se hayan visto en Gol Sur. La bandera de Vicente.
Vicente me llamó unos días antes de la primera jornada para decirme que su madre, habilidosa costurera, había confeccionado una bandera de tifo para nosotros. Cuando me lo dijo casi se me empina, así que esperamos ansiosos el día del partido. Siempre hacíamos el recorrido a pie desde la Carretera de Carmona hasta el estadio Benito Villamarín. Siete kilómetros. Gastábamos menos en bonobús que un jubilado. La estación tenía las obligadas paradas de un vía crucis bético, así podíamos doparnos a base de litronas antes de llegar a la calle Tajo para entrar en nuestro templo en un verdadero estado de éxtasis que ya hubiera querido para sí la mismísima Santa Teresa de Jesús.
La bandera era preciosa. Estaba dividida en cuatro partes y en una de ellas el escudo de las trece barras. La llevamos todo el trayecto cogida por los picos, una mano en la bandera y en la otra la litrona, cuando llegamos a Tajo la bandera se balanceaba más que el palio de la Macarena por calle Parras y teníamos la voz como Rancapino con faringitis. Cuando terminamos de aliñarnos nos fuimos al estadio con tiempo suficiente para colocar la bandera en el último vomitorio, el que estaba más cerca de la mítica casetilla del marcador mientras sonaba por megafonía aquello de “Jesulín de Ubrique el torero de los 90”. Teníamos las pupilas más dilatadas que el mojino de Jorge Javier Vázquez en la cabalgata del orgullo gay y eso que la alineación era para cagarse en los pantalones con jugadores como Rodolfo, Vinyals, Miguel Ángel II y Fernández de portero. Gol Sur olía a flores y sonaban los Cantores de Híspalis cuando saltó el Betis al campo. Aquello se llenó de papel higiénico robado a las madres con nocturnidad y alevosía, y entonces de repente dijo Vicente “¿quillo y la bandera?”. Un nota acababa de pegarle un tirón y corría como alma que lleva el diablo. Por más que corrimos fue imposible alcanzarlo, allí había más gente que en una caseta de distrito.
Como lloraba Vicente, que disgusto más grande, se nos quitó la papa y el morao en menos dos segundos. Durante años estuvimos mirando en Gol Sur por si la veíamos pero aquella perra mala todavía la debe tener en su casa como oro en paño.
Ojalá Vicente pueda recuperar algún día su bandera.