Sin que sirva de precedente, esta Contracrónica no tendrá, por desgracia, un análisis futbolístico. Ni siquiera símiles con el Plan del Ingeniero. Y es que lo acontecido durante la noche del sábado 15 de enero, así como en la tarde del domingo 16, poco o nada tiene que ver con el derbi sevillano, ese que desde hace relativamente poco tiempo algunos apodan como #ElGranDerbi. El ambiente, previo y durante el partido –o los 39 minutos que duró– era precioso. Las gradas, repletas. El espectáculo estaba servido. Pero cuando más y mejor brillaban el fútbol y sus protagonistas, todo se torció. Todo. La «vergüenza» de la grada fue la telonera de un espectáculo inédito. La «vergüenza» del banquillo. Y esta, a su vez, antecedió a lo ocurrido, el día siguiente, delante de unos micrófonos. Otra «vergüenza» más. Ganó el Real Betis, y merecidamente. Perdió el Sevilla FC. Y también perdió el fútbol. Porque, como dijo Manuel Pellegrini, «el daño al futbol está hecho». Y bien hecho. Ni la violencia ni los violentos deberían tener cabida en este deporte. Pero de la misma forma que se detiene a un violento por violencia, antes se coge al mentiroso que al cojo.
La exhibición de William Carvalho, el gol (golazo, genialidad o como cada uno quiera denominarlo) sin parangón de Nabil Fekir, la reivindicación de Edgar González o el ejemplo, dentro y fuera del terreno de juego, de Sergio Canales. Todo ha quedado, como mínimo, en un segundo, o incluso tercer, plano. El que podría haber sido #ElGranDerbi más bonito, emocionante e igualado de los últimos años ha quedado desdibujado. Con demasiados protagonistas que poco o nada tienen que ver con el partido. O al menos con lo que debería ocurrir sobre un terreno de juego. Al final un palo y un listo, que no un listón, se hicieron dueños y señores de algo que no les pertenecía. Un palo y Julen Lopetegui estropearon un espectáculo que no era ni debió nunca ser suyo. La suerte del Real Betis y de todos aquellos que sí representan a una institución con más de 100 años de historia es que, desde el primer segundo, se condenó el protagonismo del primero. Los pitos, réplicas y abucheos al sector del que salió disparado el objeto así lo demuestran. Pero acto seguido, los focos fueron a parar a dos actores con excesivas ansias de protagonismo.
Después de todo lo ocurrido, había que decir «buenas noches», pero sin excesivas ganas de dar los «buenos días». El cansancio, más mental que físico tanto de la afición local como de la visitante, superaba con las creces las ganas de derbi. Joan Jordán, primer y gran damnificado de la noche en el Benito Villamarín, estaba bien, en casa. Esa era la noticia importante. Pero como las casi 50.000 gargantas que, durante la noche del sábado 15 de enero, se reunieron en su otra casa para intentar llevar a su equipo en volandas. Por si no hubiera sido suficiente con las dos improvisadas y terribles actuaciones interpretadas en la noche sevillana, todavía, con la luz de sol reflejándose en su cara y un micrófono delante, hay quienes tuvieron tiempo para seguir alejando el foco del terreno de juego. Del resultado. De lo verdaderamente importante. La crispación se rebaja no dando pie a ella, así como la mejor forma de trabajar para que la tensión en los derbis se viva única y exclusivamente dentro del terreno de juego es, ni más ni menos, que dejando a los protagonistas, los 22 que interactúan con el balón durante 90 minutos, estén y sigan ahí. En el terreno de juego.