A menudo, las historias de amor necesitan de una foto que las consolide, de un retrato que las congele, de una imagen que las haga inmortales. Antes, se guardaban como tesoros en las carteras, escondidas como un bonito secreto. Un trozo de papel que era un recuerdo al que aferrarse, un billete de vuelta hacia un pasado feliz. Las fotos amarillean, se ajan, pero mantienen su esencia. Encontrarlas es rescatarnos. A veces nos sorprenden en el pliegue de un libro, otras en un solitario cajón recubiertas de polvo o perdidas entre archivos de un viejo ordenador. Encontrarlas supone un fogonazo, un tiro en la memoria.
Ahora, Instagram se ha convertido en nuestro álbum de fotos familiar, en la pared en la que cuelgan nuestras caras. Las actuales y las antiguas. Un día te salta un recordatorio en forma de notificación de lo que estabas haciendo hace tres años y te explota el cerebro. Algo parecido hubo de pasarle el pasado octubre a un joven de Olivares cuando rescató una imagen de su infancia para hacer oficial su vuelta a casa, su retorno al hogar en el que empezó a amar su profesión, su regreso al sitio donde aprendió lo que es la pasión.
Un enano perfectamente ataviado con su equipación verdiblanca ondeaba en mitad del paseo de La Palmera una bandera más grande que él. Debajo, un texto que no anunciaba el fichaje de un futbolista por un club, si no la misiva de un amante que vuelve a donde fue feliz, las palabras de un adulto que un día era un niño que soñó con cambiar las gradas por el verde, con vestir y defender las trece barras. Esa foto es el Betis, porque el Betis son todos esos niños y niñas que entran de la mano de sus padres temblando al estadio, que tienen señalado el día de la semana que toca ir al Villamarín, que los lunes por la mañana, gane, pierda o empate el equipo van con su camiseta al colegio.
Juan Miranda es el Betis porque ser bético es una cosa que se vive desde chico, que se siente por dentro, que se llora y se celebra por fuera. Para ser bético hay que haber mamado beticismo, haber aprendido lo que es la fidelidad a base de palos, lo que es el amor a golpe de cánticos. Hay que haber maldecido haber nacido bético y agradecer el poder maldecir ser bético. El amor verdadero es el que hace daño y aún así engancha, el que se disfruta como solo se pueden disfrutar las cosas que te hacen feliz con la misma intensidad con la que te agravian.
Para tener la sangre verde hay que haber lucido de blaugrana, haber jugado en Alemania, haber visitado miles de estadios y aún así afirmar que tu verdadero anhelo era verte vestido con las trece barras sobre el césped del Villamarín. El bético de verdad es el que galopa la banda, manda al fondo de la red una asistencia de uno de sus ídolos y celebra su primer gol con el Betis besando el escudo. Por supuesto, aquella imagen la cazó el objetivo. Otra foto que ya forma parte del idilio de Miranda con las trece barras. Es bético el que salta al campo sabiendo que va a la guerra, el que no rehúsa el choque, el que tira de pundonor y aprieta los dientes para ganarse un sitio en el once de su equipo. A nadie le importa tanto el Betis como al que pelea cada balón con rabia en un derbi y lucha y batalla por los suyos, nosotros.
Eso es Juan Miranda, el Betis de las gradas, todos y cada uno de los que ahora nos pegamos al televisor para seguir los partidos. Por eso, cada vez que toca un balón, lo estamos tocando nosotros, lleva en sus piernas el espíritu de todos esos que desde retoños ondeamos banderas y bufandas en aquellas gradas verdes, los que recorríamos La Palmera los días de partido. En su pecho van nuestras ilusiones, en sus botas nuestra rabia. Es una alegría tener a alguien que nos represente tan bien, que sea el espejo de lo que sentimos. Eso es el Betis, eso es Juan Miranda. Uno de los nuestros.
