Ahora que de casi todo hace un año, que aquello a lo que llamábamos normalidad se perdió en algún giro del planeta, que la certeza de lo “nuestro” se evaporó antes de que pudiésemos cerrar los ojos. Ahora que ya empiezan a pixelarse los recuerdos, que las costumbres anteriores se convierten en lujos y fantasías, que lo común es extraordinario y lo extraordinario se ha vuelto aburrido. Ahora que el calendario nos sorprende con los nudillos del tiempo en nuestra cara, que vivimos encerrados en una celda en la que se repiten los días. Ahora que lo que se daba por hecho ha expirado, que ha caducado la magia, que han clausurado los templos. Ahora miramos atrás para poder avanzar, reconstruimos el robo, paseamos en nuestra mente por el bulevar del anhelo.
Las cosas que nos hacían felices difícilmente se olvidan. La felicidad y la alegría tienen el poder de perpetuarse en la memoria, y eso, aunque por una parte resulte un alivio, por otra, es una de las mayores putadas que se le puede hacer a alguien que se ve desposado de su felicidad. Un recuerdo nítido de algo que se esfumó hace mucho más daño que el no haberlo podido vivir. La experiencia, a diferencia de la imaginación, nos aporta matices, olores y escenas que a la hora de recordar nos transportan al sitio al que no podemos regresar.
Hoy hace un año de la última vez que entramos a la que era y es nuestra casa. Nos remontamos a aquellos momentos en los que las semanas se podían empezar de una u otra manera, pero siempre acababan de la misma, en los que los domingos con el convencimiento del practicante orgulloso aterrizábamos en los aledaños del estadio con la premisa de salvar nuestras almas, de asentar el cuerpo con el cáliz de la litrona, para comulgar goles y escuchar la homilía del vecino de asiento. Nadie que te conociera bien osaba proponerte un plan, porque si te conocían de verdad, sabía que la expiración de tu semana estaba definida desde que te convertiste por la gracia de las trece barras a la religión de la vesania.
365 días sin que nuestros zapatos recorran nuestro itinerario favorito, ese que emprendíamos de manera inconsciente, el que hacía que el peso de las responsabilidades y las cargas que traía consigo la semana se fueran desinflando a cada paso, como si el peregrinaje hacia Tierra Santa nos reconciliase con la existencia. Todo el mundo tenía su ruta y su método de transporte, cada cuál hacía gala de sus manías, quedaba con sus colegas, practicaba sus rituales, pero lo importante residía en que el destino era el mismo y el dios verdiblanco al que no encomendábamos, también.
Da igual si eras de los que cogían el Tussam plagado y tu muñeca adornada con la bufanda se agarraba a la barra del techo, no importaba si ibas con la moto y te podías permitir llegar un poco más tarde para aparcar en la puerta, o si en cambio pateabas la Palmera escuchando la previa en la radio. Era irrelevante, porque al final todos los recorridos confluían en el epicentro de la ilusión. Todos los caminos llevaban al Villamarín.
Y ya allí, te mezclabas entre el tejido verde de una parroquia que no tenía miedo al roce, al sudor, al humo del tabaco o el puro, al aroma de la goma quemada. Y en Tajo se bailaba y se profesaba esa corriente reformista que renegaba de los que fuera de ese reino profano pedían tres de pipas a euro y entraba al estadio 30 minutos antes para ver el calentamiento. Y la cerveza volaba y te parecía que el mundo se debería poder iluminar siempre de bengalas verdes, y uno se subía al capó de un coche y el que llevaba la voz cantante azuzaba a la masa y la calle retumbaba y las venas del cuello temblaban y te marchabas camino del estadio con el pecho desatascado, respirando exultante después de la terapia de choque semanal.
Luego dentro buscabas tu diván o tu silla eléctrica, según se mire, saludabas y vitoreabas los nombres de los futbolistas que coparían el once. Pero había un momento en el que de una manera tácita cesaban las conversaciones porque por la megafonía comenzaban a salir las notas del que es nuestro padrenuestro, y como los que levantan un título, se suspendían en el aire todas las bufandas de manera horizontal, como un ejercito que mostraba su estandarte. Allí estábamos todos para cantar aquella canción, empastando los quejidos, castigando las gargantas, destrozando nuestras cuerdas vocales para culminar aquello con el corazón en la boca y el cuerpo hacia delante: BEEEEETISSSS, BEEEETISSS, BETISSSSSS. Tres veces, sí. Aquello era un universo que se puede resumir en una palabra, cinco letras y 50.000 personas desgañitándose.
El último partido en el Villamarín fue un día como hoy hace un año. Una victoria frente al Real Madrid, pero qué más da. Recuerdo una vez en la que mientras subía las escaleras de voladizo, metí la oreja en la conversación de las dos personas que iban delante. Uno muy serio le decía al otro: “Quillo, ¿contra quién jugamos hoy?, a lo que el otro respondió: “y yo que sé, yo he venido a ver al Betis”. Se rieron y se abrazaron. Ahí está toda la verdad de este sentimiento, da igual que el último partido fuese contra el Madrid, lo que más nos importa es que llevamos un año sin ir a ver al Betis, porque al Villamarín no se va a ver fútbol, al Villamarín se va a ver al Betis. A visitar a ese viejo amigo al que nunca olvidamos.
Ahora que de casi todo hace un año, que llevamos todo este tiempo resignándonos a seguir nuestra pasión por la tele. Ahora que nuestros vecinos han confirmado que nos falta un tornillo y que miran en el periódico a que hora juega el Betis para ponerse música a tope en los cascos y así no escucharnos, ahora que el mundo ha perdido el picante y la vida está sosa. Es ahora, cuando nos aferramos al consuelo de que algún día, dios quiera que no muy lejano, volveremos a nuestro templo. Y el Villamarín rugirá como nunca, porque en el fondo nos echa de menos, y nosotros a él.