Las estrecheces económicas han traído una plácida etapa de estabilidad a la plantilla del Betis.
Acababa el verano de 1988. Gerardo Martínez Retamero, el entonces presidente del Betis, había toreado lo mejor que había podido una movidita asamblea de compromisarios –hoy junta de accionistas– ante la grada de preferencia del Villamarín. Cuando la cosa parecía írsele de las manos, en el siempre populista turno de ruegos y preguntas Retamero se sacó dos cartas de la manga: los fichajes de Calderé y Rojo, procedentes ambos del F.C. Barcelona. La grada se vino abajo y Retamero acabó la asamblea en olor de multitud. Rojo, que llegó renqueante, no llegó a debutar. Aquel Betis, el de López Ufarte, Pumpido y hasta una decena de fichajes, bajó a Segunda, y el club estuvo a punto de vender su estadio y desaparecer.
Ese recuerdo adolescente me dejó cierto resquemor hacia los fichajes de relumbrón, y la convicción de que los cambios en una plantilla solo merecen la pena si se tiene la seguridad de mejorar lo que ya hay. La disparatada renovación de casi medio plantel cada verano a la que se habían habituado los clubes españoles puede tener algunas pocas ventajas y razones (rejuvenecer la plantilla, incentivar la competencia interna eliminando elementos acomodados), pero sobre todo tiene muchos inconvenientes: erosiona la identificación del jugador con el club y del aficionado con su equipo, desarraiga a los profesionales, rompe pequeñas sociedades –en lo futbolístico y en lo personal– dentro de las plantillas, obliga a periodos de adaptación y a una reenseñanza táctica constante, cierra el paso a los canteranos… Las verdaderas razones de ese constante meteysaca no son de índole deportiva, sino que están relacionadas con los intereses alrededor del juego: la compra y venta por montantes millonarios mantiene abierto cada verano el chiringuito mediático, ilusiona a los aficionados más impresionables y, sobre todo, derrama unos tremendos márgenes en forma de comisiones, tal vez modestos en términos futbolísticos (¿qué es un millón entre cincuenta?) pero muy golosos para la pléyade de representantes, asesores e intermediarios que rodea el fútbol, quienes a su vez tratan con generosidad a los directores deportivos, presidentes y consejeros implicados en el mercadeo. Que tal latrocinio continuado se haya perpetrado durante más de un siglo con, no ya la anuencia, sino el aplauso enfervorecido del público estafado es uno más de los muchos misterios que rodean al fútbol.
La crisis de la Covid, sumada en el caso del Betis a la arriesgada política expansionista de endeudamiento sostenida en los años previos por Haro y Catalán, terminó abruptamente con este estado de cosas, y el resultado, en el caso particular del Betis, no ha podido ser mejor: al verano más aburrido de la historia, en el que un maniatado Cordón apenas pudo fichar a cuatro jugadores, siguió la mejor temporada en quince años. Por suerte o por desgracia el verano de 2021 no ha sido muy diferente, y Pellegrini se verá forzado a tirar de cantera, algo que en Villamarín suele ser sinónimo de éxito. Los jugadores se saben al dedillo los sistemas de Pellegrini y los aficionados la alineación de su equipo, hay más béticos que nunca dentro de la plantilla, el buen aficionado tendrá ocasión de mostrar con los Rodri, Rober o Paul la paciencia que no tuvo antes con otros canteranos, y el club podrá poner orden en sus cuentas gracias a las bajas fichas de estos y al bendito límite salarial. Los intermediarios están en ERTE y cierta prensa en berrinche. Como nunca dijo el Quijote: «Ladran, pues cabalgamos».